Juan Bautista Alberdi alcanzó muchas veces niveles de visionario, en especial cuando describió a los liberales argentinos y pensó la guerra.
Por E. Raúl Zaffaroni*
En el último tiempo se nombra con demasiada frecuencia a Juan Bautista Alberdi. El gran tucumano tuvo una vida complicada, con algunos errores de los que él mismo se arrepintió, como el apoyo a Lavalle, pero en todo momento mostró una honestidad intelectual y política muy poco común, que le costó la expatriación y la persecución difamatoria, especialmente de Mitre y “La Nación”.
Alberdi no dudó en señalar que nuestros países se volvían tributarios de Londres mediante el endeudamiento, aclarando que el problema no era tanto pagar la deuda como no aumentarla. Tampoco calló cuando Estados Unidos le arrebató medio territorio a México, poniendo en descubierto su vocación expansionista. No se privó de saludar a Rosas exiliado y señalar la injusticia que se estaba cometiendo con su enemigo de otro tiempo. Representó a la Confederación, contra el centralismo porteño, que le negó el pago de sus servicios después de Pavón.
Pero su genio alcanzó muchas veces niveles de visionario, en especial cuando -tan gráfica y sintéticamente- describió a los liberales argentinos: “Los liberales argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto, ni conocen. Ser libre, para ellos no consiste en gobernarse a sí mismos, sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. A fuerza de tomar y amar el gobierno como libertad, no quieren dividirlo, y en toda la participación de él dada a los otros ven un adulterio”. // “La libertad de los otros, dicen ellos, es el despotismo; el gobierno es nuestro poder, es la verdadera libertad… Así, esos liberales toman con un candor angelical por libertad lo que no es en realidad sino el despotismo: es decir, la libertad del otro sustituida por la nuestra”. //“El liberalismo, como hábito de respetar el disentimiento de los otros ejercido en nuestra contra, es cosa que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente, es enemigo: la disidencia de opinión, es guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la muerte”. Como bien decía, esos liberales nuestros, al pretender superar el despotismo de la supuesta irracionalidad, se convertían en déspotas de un supuesto progreso.
No sabemos en qué nube estaría sentado Alberdi contemplando este mundo, cuando vio volar los aviones que bombardearon la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955, cuando lo distrajeron de su música los disparos de los fusiladores del año siguiente o los ronquidos de los escapes de los “Ford Falcon” de los setenta.
Pero quizá lo que más irritaba al medio difamador de la época –en especial a su fundador- era la vocación federalista de Alberdi, que lo llevó a no apoyar la federalización de la Ciudad y mansamente seguir al titular del ejecutivo a Belgrano, a lo que se sumaba la insaciable sed de venganza por su abierta oposición a la guerra al Paraguay.
Una y otra vez rechazó Alberdi el falso argumento de una guerra de liberación esgrimido por Buenos Aires y Rio de Janeiro, con harta insistencia revisitado a lo largo de la tristísima historia posterior de nuestra América y del mundo. Por cierto, nunca dejó de condenar esa vergonzosa guerra: “Decir que la guerra no tuvo más objeto que suprimir la persona de López, es una impertinencia insultante lanzada al sentido común. Un gobierno serio como el del Brasil no gasta dos millones de francos, cien mil hombres, cinco años en suprimir a un individuo. Prueba de que era otro el objeto tenido en mira es que todo un pueblo ha desaparecido bajo el hacha del Brasil, antes que López”. Respecto de los supuestos crímenes de López expresaba: “¿Qué crímenes son esos que nadie ha visto ni conocido sino sus enemigos? Que ni el Paraguay mismo conoce, pues si López fuera el tirano que se hace obedecer por la fuerza, no quedaría en el país ejército alguno, como hoy está, en presencia de treinta mil invasores extranjeros que no pueden arrancarlo a la simpatía de las poblaciones exámines. / Esa actitud de López vale más que todas sus victorias y todo el honor de su resistencia gigantesca: es la respuesta triunfante de la verdad dada a la calumnia del usurpador”.
Pero el pensamiento alberdiano cobró altura mundial cuando en 1870 -en “El crimen de la guerra”- emprendió la crítica a la guerra misma, con argumentos que tres décadas después de su muerte retomará Jean Jaurés, el mismo día en que fue asesinado por un desequilibrado belicista.
Nuestro Alberdi enfrentó decididamente la cuestión de las guerras y, aunque no exento de cierta incertidumbre propia de su tiempo, la premisa de que partía era inobjetable: si la muerte de un ser humano es un crimen de homicidio, la de miles de seres humanos no puede dejar de serlo, pues la masividad victimizante no puede eliminar la criminalidad. En este sentido, argumentaba que lo único que justifica la muerte de otro es el derecho a la propia subsistencia, es decir, la legítima defensa, o sea, que las únicas guerras racionales serían las defensivas, como afirmaba Grocio y como lo establece ahora el artículo 51º de la Carta de las Naciones Unidas.
En este sentido, su razonamiento avanzaba con toda lógica, afirmando que para evitar la invocación gratuita de la legítima defensa sería necesario que, al igual que en el derecho penal, en lo internacional un juez u órgano imparcial, establezca que efectivamente se trató de una defensa, puesto que, en ausencia de este ente imparcial, cada estado juzga si actuó o no en legítima defensa y, por ende, todos acaban invocándola sin que nadie se confiese agresor, del mismo modo que si en el derecho penal fuese suficiente que todo criminal afirmase haber actuado en legítima defensa.
Según Alberdi, es esto lo que hace que todas las guerras sean injustas, o sea, criminales. En este sentido señalaba con acierto que los responsables de las guerras eran los gobiernos y, con marcada ironía, sugería recuperar cierta práctica germana en forma que, cuando las diferencias entre monarcas no pudieran resolverse de otro modo, fuesen éstos quienes combatan personalmente.
Al destacar la necesidad de un ente imparcial, demandaba la creación de una organización mundial, que no podría ser sino expresión de una soberanía planetaria que correspondería a lo que llamó el pueblo-mundo, expresión que implícitamente requería una ciudadanía-mundo que, en esencia, no era nada diferente de lo que desde 1948 llamamos Derechos Humanos: una incipiente semilla de ciudadanía mundial.
Pensemos de paso que esto introduce una nueva contradicción con la guerra: ciudadanía mundial implica reconocer que cada individuo es titular de ciertos derechos y, principalmente, del derecho a la vida. Alberdi tenía como modelo de guerra la franco-prusiana, que fue una guerra de ejércitos pero, a partir de 1914 todas son guerras totales, es decir que, desde el siglo pasado hasta ahora, todas las guerras han producido millones de víctimas de la población civil y, por supuesto, esos muertos no son agresores, por lo que ni siquiera puede alegarse una legítima defensa que justifique su masacre.
Pero, volviendo a la demanda de un órgano imparcial formulada por Alberdi, sabemos que, en el curso de la historia posterior, se registra el rotundo fracaso de la Sociedad de las Naciones y su impotencia frente a los hechos que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial, como también somos conscientes de que –pese a sus ventajas- la presente Organización de las Naciones Unidas es débil y que las grandes potencias desconocen impunemente sus mandatos, se arrogan funciones internacionales preventivas o policiales, siguen invocando supuestas guerras de liberación, no se someten a la jurisdicción internacional y ni siquiera ratifican los tratados más importantes en materia de Derechos Humanos y de protección de la vida humana en el planeta.
Pasaron más de ciento cincuenta años desde que Alberdi pensó en nuestros liberales, pero también en la cuestión de las guerras y, sin embargo, ante el panorama de nuestro país y del mundo, parece que sus palabras hubiesen sido escritas hace apenas unos minutos.
* Profesor Emérito de la UBA.
Fuente: La Tecl@ Eñe – 18 de marzo 2024