“Será ley”. Ese fue el grito que retumbó en la madrugada del 9 de agosto fuera del Senado argentino, minutos después de que los legisladores rechazaran legalizar el aborto. Al otro lado de la plaza, los antiabortistas estallaron en vítores y gritos de “Sí a la vida”. La votación en la Cámara Alta sepultó la ley que había sido aprobada por la Cámara de Diputados un mes antes y que se pusieron sobre los hombros decenas de miles de jóvenes argentinas. Esa noche hubo muchas lágrimas entre quienes respaldaban la legalización, pero al día siguiente miles de mujeres volvieron a decorar con pañuelos verdes -símbolo de la campaña por el aborto legal, seguro y gratuito- sus mochilas, cuellos y muñecas. La recurrencia en los debates públicos desde entonces y la masiva manifestación del pasado viernes en Buenos Aires evidencian que el movimiento feminista argentino sigue con el acelerador puesto para cambiar el país.
Antes de que el Mee Too se propagase hace un año desde Estados Unidos a gran parte del planeta, en el país austral el feminismo se organizó desde 2015 alrededor de Ni Una Menos. El asesinato a manos de su novio de Chiara Páez, una adolescente de 14 años embarazada, provocó un grito colectivo sin precedentes el 3 de junio de ese año contra los feminicidios. En ese momento ni siquiera había estadísticas oficiales para saber cuántas mujeres eran asesinadas por violencia machista. En 2016 comenzaron a conocerse los datos de la Corte Suprema: en promedio hay un feminicidio cada 30 horas y en tres de cada cuatro casos el agresor es la pareja, expareja o familiar de la víctima.
Al año siguiente, las demandas crecieron. Las mujeres salieron a la calle para exigir también igualdad en el trabajo y en el hogar: erradicación de las diferencias salariales y de oportunidades de promoción laboral, distribución equitativa de las tareas domésticas y de cuidados y reconocimiento del valor productivo del trabajo no asalariado. Las más jóvenes se movilizaron contra el acoso callejero y el gobierno de Buenos Aires decidió prohibirlo bajo pena de multa a fines de 2016.
En 2018, las cifras de violencia machista no han disminuido y el liderazgo femenino en las empresas privadas es aún minoritario, pero se ha disparado la concienciación. En conversaciones diarias y campañas institucionales se denuncian situaciones de maltrato que antes eran poco cuestionadas, como el control sobre la pareja, el aislamiento de los amigos, los gritos, la humillación o la imposición de una forma de vestir, entre muchas otras. También se enfrentan situaciones de acoso laboral y de discriminación en el trabajo que durante décadas estuvieron naturalizadas.
Cinco días después de que el Senado rechazase legalizar la interrupción voluntaria del embarazo, una mujer de 34 años y madre de un bebé de dos murió por un aborto clandestino realizado con perejil. Al día siguiente falleció otra. En medio de la indignación por las dos muertes se conoció que el Gobierno había autorizado la producción de misoprostol, un fármaco abortivo considerado seguro por la Organización Mundial de la Salud. Laboratorios públicos trabajan también para la fabricación de ese medicamento mientras crecen las redes de mujeres que asesoran a otras sobre dónde comprarlo y cómo administrarlo para que sea efectivo. El aborto sigue siendo ilegal en Argentina, con penas de hasta cuatro años de cárcel excepto en casos de violación o de riesgo para la salud de la madre, pero avanza la legalización de facto.
“Ni puta por coger, ni madre por deber, ni presa por abortar ni muerta por intentar”, resumía este viernes la pancarta de una joven argentina. “Abajo el patriarcado, se va a caer, se va caer”, cantaban entre saltos sus compañeras. El machismo sigue muy enraizado en América Latina, pero la fuerza que lo enfrenta busca dinamitarlo de una vez por todas en pos de la igualdad.
Fuente: El País