Hace varios años atrás, en un canal de televisión para el que trabajaba como guionista, un compañero dijo al referirse a un conocido actor: “Está siempre tan caliente que hasta quiso manosear a Fulana en el camarín”. Aquel día, en aquella reunión de equipo, casi todos rieron, cómplices. Unas pocas callamos, apenas eso. Quizás a ellos les causó gracia -y algo de envidia- el apetito sexual del varón en cuestión. Más aún que persiguiera a “Fulana”, una actriz mayor a la que seguramente consideraban la menos digna de “manoseo” dentro del elenco. No mencionaron la falta de consentimiento de cualquiera de las fulanas acosadas. Todo mal.
Eran otros tiempos, hoy pocos se atreverían a hacer un comentario como ese, lo piensen o no. Y muchas no nos callaríamos si lo hicieran. El clima de época ha cambiado. Sin embargo, el rechazo de la sociedad en su conjunto a estas prácticas machistas no es en Argentina lo masivo que debería ser. Las denuncias que se dieron dentro del mundo del espectáculo no tuvieron la misma fuerza que en otros países.
En los casos más resonantes los hombres poderosos del Showbiz cerraron filas, protegieron a los denunciados, los mantuvieron en sus papeles de cariñosos padres de familia, pusieron en dudas las denuncias de la mujer acosada, minimizaron hasta donde pudieron. Pero por sobre todo, dejaron claro que las chicas “problemáticas” no son bien vistas en la industria de la TV. Si bien se escucharon algunas voces que se pusieron del lado de las mujeres atacadas, ¿por qué no salimos todas y todos con contundencia a defenderlas? No lo sé. Tal vez por otras urgencias: cuando hay problemas que ponen en juego la vida parecería que los demás reclamos tienen que ubicarse en la cola y esperar su turno. No resulta justo el “date por contenta con que no te maten”. Es cierto que la vida de las mujeres en la Argentina de hoy está en peligro, por la violencia machista pero también porque seguimos siendo condenadas al aborto clandestino.
De ambas urgencias nos venimos ocupando con convicción, trabajo y pasión. Para cuando apareció la consigna mundial #MeToo, ya teníamos en nuestro país un gran movimiento feminista que al grito de #NiUnaMenos había ganado las calles. Surgido como respuesta a la violencia machista y al femicidio –con el detonante del caso de Chiara Páez, una joven de 14 años, embarazada, asesinada por su novio- , la primera marcha multitudinaria del #NiUnaMenos había sido más de dos años antes, el 3 de junio de 2015. En poco tiempo el movimiento no solo se consolidó, sino que se extendió a otros países de Latinoamérica. La misma fuerza tuvo la marea verde que salió a la calle a reclamar aborto legal, seguro y gratuito. Dos millones de personas marcharon frente el Congreso en agosto de este año bajo la lluvia y ante un grupo de senadores que prefirió dejar el aborto en la clandestinidad y a las mujeres libradas a su suerte.
Efectivamente, en la Argentina siguen matando mujeres y eso nos tiene demasiado ocupadas. Pero a pesar de que no salimos masivamente a defender a las pocas que denunciaron el abuso en el mundo del espectáculo, el cambio empieza a llegar desde otros ambientes y de la mano de las mujeres más jóvenes, algunas incluso adolescentes. No tienen miedo, estar juntas les da el valor necesario para denunciar a quien sea, no importa el poder que ostente. Ellas son el alma y el motor de nuestras demandas. La semana pasada nos dieron otro gran ejemplo de su valentía. Fue en el acto de graduación de las camadas 2016-2017 del Colegio Nacional de Buenos Aires, un colegio de elite, público, tal vez el colegio secundario con más prestigio de la Argentina. Aquel que retrató Miguel Cané en Juvenilia, o Martín Kohan en Ciencias Morales.
En sus discursos, las egresadas de cada turno no solo tuvieron palabras de cariño por los años transcurridos en la institución, sino que denunciaron una a una las violencias machistas que sufrieron de parte de directivos, profesores, preceptores y compañeros. Dijeron por ejemplo: “… nos hicieron creer que las calzas, los shorts, las musculosas distraían a los compañeros, que una autoridad podía humillarte por cómo estabas vestida, que un escote podía significar una mejor nota…”, ”nos enseñaron a poner un preservativo en diapositivas pero nunca qué hacer si el varón nos insistía para no usarlo, o peor, si nos insistía cuando ellos querían tener relaciones y nosotras no”, “es doloroso ver cómo algunos compañeros pasaron por alto nuestro consentimiento, es doloroso ver el silencio y la complicidad de quienes pudieron tener un papel fundamental para frenarlos”. Dieron nombres y apellidos, contaron del profesor que les ofrecía “servicio de masaje” y evaluaba con los varones quién de ellas tenía “el mejor culo”. Hablaron con una voz colectiva: no es una, son todas. Juntas, desde la tarima, las tuvieron que escuchar profesores, padres, madres, compañeros. Algunos se pararon y se fueron, otros las abrazaron.
Terminado el acto, el vídeo se viralizó casi de inmediato. Fue de teléfono en teléfono. Durante el fin de semana lo vieron miles de personas. Hubo empatía con las maltratadas, indignación ante los hechos, admiración por la denuncia. En pocos días llegó a los principales medios. El Nacional Buenos Aires no es el único colegio donde pasaron estas cosas y todos lo sabemos. A un año del #MeToo, el “Yo también” de estas alumnas nos resultó más cercano. Si ellas pudieron decirlo, podrán otras. No queremos que nos sigan matando pero tampoco queremos soportar abusos. Son nuestras hijas, serán nuestras nietas, fuimos nosotras calladas y muertas de miedo hace tiempo atrás.
Estoy convencida de que este “yo también” estudiantil prenderá por estas latitudes más que aquel que llegó desde Hollywood. Para que otra vez en la Argentina, ante otro tipo de crimen, digamos nunca más.
Fuente: Página 12