Una reflexión sobre el significado de la figura del mártir en la Iglesia, desde las nociones pre-conciliares hasta la actualidad
En recuerdo de monseñor Angelelli
POR QUIQUE BIANCHI
Como un sol tibio en una mañana de invierno fue para muchos de nosotros la noticia de la próxima beatificación del obispo Enrique Angelelli y sus compañeros mártires. Las crónicas agregan que serán declarados mártires por haber sido asesinados “en odio de la fe” (odium fidei). Algunos pueden preguntarse qué significa realmente esta expresión ya que una lectura literal de la misma puede llevar a confusión. Podría objetarse -por ejemplo- que quienes mataron a Angelelli no odiaban la fe cristiana, más bien al contrario, algunos de ellos eran fervientes católicos. De aquí podría llegarse a la apresurada conclusión de que sus muertes fueron por cuestiones políticas, no religiosas y que por tanto se estaría forzando la interpretación de la historia al declararlos mártires. Por eso creemos que merece ensayarse una somera explicación sobre qué significa el martirio in odium fidei.
¿Qué es el martirio?
La primera etapa que debemos recorrer en este camino es preguntarnos acerca del significado del martirio. El mártir por excelencia es Cristo. Él entrega voluntariamente su vida para dar testimonio del amor misericordioso del Padre. Muchos otros en la historia han dado su vida por Jesucristo o por encarnar sus enseñanzas. La Iglesia los considera mártires porque sus muertes están asociadas a la muerte de Cristo. Etimológicamente mártir significa testigo. Como Cristo, que es el “testigo fiel” (Apoc 1,5), digno de fe, que da fe del amor de Dios y este testimonio provoca en nosotros la fe. Del mismo modo, la sangre de los mártires mezclada con la de Cristo suscita nuestra fe, hace creíble la Buena Noticia que trajo Jesús y que la Iglesia transmite. Bien lo entendía Tertuliano cuando plasmó la inspiradora sentencia: “sangre de mártires, semilla de cristianos”.
Desde los primeros mártires asesinados por el imperio romano hasta el presente, el concepto de martirio ha tenido distintas acentuaciones. No corresponde aquí ofrecer una panorámica. Pero sí notar que el Concilio Vaticano II aportó una visión propia del martirio donde lo normativo es el amor de Cristo. Por tanto, el acento no está tanto en la profesión de fe del mártir sino en el amor que está en la base del testimonio del santo. La noción preconciliar insistía en que la muerte debía ser instigada por un rechazo a la fe del mártir. En cambio, Lumen Gentium 42 al hablar de martirio no nombra la profesión de fe, aunque ciertamente la supone, sino que prefiere hablar de martirio como signo del amor que se abre hasta hacerse total donación de sí (cf. R. Fisichella, Voz: Martirio en Nuevo Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, 1992).
Desde esta perspectiva Karl Rahner, movilizado por el asesinato de Romero en El Salvador escribió sobre la necesidad de ampliar el concepto tradicional de martirio de modo que incluya a quienes mueren luchando por un valor cristiano como la justicia (K. Rahner, Dimensiones del martirio, Concilium 183, 1983). Allí explica que cuando decimos que el mártir muere por la fe, el término fe incluye la moral cristiana. Pone como ejemplo a Santa María Goretti, que es considerada mártir y sin embargo no murió por profesar su fe sino por defender un valor cristiano como la virginidad.
El caso de Maximiliano Kolbe es un buen ejemplo de esta ampliación del concepto de martirio que se da después del Concilio. Este sacerdote franciscano polaco murió en Auschwitz después de haberse ofrecido espontáneamente a reemplazar a uno de los prisioneros elegidos para morir de hambre. En 1971 es beatificado por Pablo VI no como mártir sino bajo el título de “confesor” ya que, si bien su muerte fue un acto de caridad sublime al morir por otro, no fue interrogado directamente sobre su fe. Pero en 1982 Juan Pablo II, en contra del juicio de algunos miembros de la curia romana, decide canonizarlo como mártir. De este modo, Kolbe se constituyó en el primer santo que cambió de categoría entre las dos etapas de la misma canonización (Cf. A. Frossard, No olvidéis el amor: La pasión de Maximiliano Kolbe, Ed. Palabra, 2005).
Odium fidei
El mártir siempre muere por odium fidei. A la luz de lo que dijimos sobre la noción posconciliar de martirio puede entenderse que es también odium fidei, el rechazo hacia conductas que son consecuencias de la fe. Esto ya podía encontrarse en la doctrina clásica cuando Santo Tomás se pregunta “si sólo la fe es causa del martirio” (ST II-II q124, a5). Allí explica que “a la verdad de la fe pertenece no sólo la creencia del corazón, sino también la confesión externa, la cual se manifiesta no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino también con obras por las que se demuestra la posesión de esa fe” (ibíd.). Ilustra la afirmación con el ejemplo a Juan el Bautista, quien es considerado mártir y no murió por defender la fe sino por reprender un adulterio.
Mostraría una concepción demasiado intelectualista de la fe pensar que el odium fidei solo puede aplicarse cuando la agresión se produce explícitamente contra la doctrina cristiana. Además, como bien señala J. González Faus, llevaría a la paradoja de sostener que “sólo un no cristiano podría provocar mártires. Sólo un emperador Juliano, o un gobierno ateo. Un cristiano, por cruel que fuese, no podría provocarlos pues, si se confiesa cristiano, no odiará la fe”(J.I. González Faus, “El mártir testigo del amor”, Revista Latinoamericana de Teología 55, 2002).
Desde este marco teológico podemos afirmar claramente que quienes sufren la muerte por oponerse desde sus convicciones cristianas a gobiernos que ejercieron el terrorismo de estado pueden identificarse como mártires. Aun sin olvidar que -en el caso de Angelelli y Romero, al que podría agregarse el obispo Ponce de León y tantos mártires latinoamericanos- los verdugos fueron muchas veces militares católicos, que actuaban pretendidamente en defensa del cristianismo y con la anuencia de algunos sectores de la Iglesia. Lo que hay, es odio a una de las consecuencias de la fe de estos testigos: la justicia. Un valor que ellos estimaron más que a sus vidas.
Monseñor Angelelli y sus compañeros no sólo enseñaban el credo, sino todo lo que éste encierra. Especialmente, que todos somos iguales en dignidad y que luchar contra la injusticia es amar a Dios y al prójimo. En sus casos, el odium fidei tomó la forma de un odium amoris. Ese mismo amor que los llevó a la muerte y que hoy es fuente de gracia e inspiración para quienes los veneramos como mártires.
Fuente: L´Stampa