Por Fabián Restivo
La primera vez que lo vi fue en su casa. Quizá en este caso haya que definir casa: un cuarto de cinco metros por siete, mas o menos. De cemento crudo y techo de chapa, con una canilla afuera sobre una palangana para lavar el plato y la ropa. Casa a la que se llega por unas calles de tierra en un barrio que queda mucho más allá de lo que conocemos como periferia de la provincia de Buenos Aires. Su alegría era que en lo que quedaba del lotecito, al fondo, estaba construyendo una casa de madera para una pareja de jóvenes que estaba por tener un hijo y no tenían dónde vivir.
La segunda vez que nos vimos estaba en el comedor donde queda su parroquia, en Dock Sud, desesperado porque no le llegaba lo mínimo necesario para darle de comer a la gente mas necesitada del barrio. El galpón de mesas largas mostraba un desierto huérfano, donde las sillas inundadas de ausencias estaban apiladas sobre las mesas para facilitar la limpieza del lugar, listo para nadie, mientras el pobrerío pasaba por la puerta pidiéndole algo de comer a quienes tenían las manos vacías y las posibilidades, imposibles y desesperadas.
El enojo de esos días se le mezclaba con el teléfono que no dejaba de sonar pidiendo desde comida hasta una extremaunción mientras prepara el mate sin sacarle el cuerpo a nada, recordando al obispo Angelelli cuando decía “yo no puedo pregonar la resignación” y seguramente por eso se lo pudo ver en la marcha de los jubilados varias veces, poniendo el cuerpo empujado por la policía, arrastrado cubriendo a algún jubilado al que llama compañero. Un jubilado desconocido. Uno de los tantos arreados y golpeados por las “fuerzas del orden” cada miércoles ante una sociedad que mira indolente esa desgracia.
“Hay que estar con los pobres, los golpeados, los olvidados, los desposeídos. Esa es la tarea que hay que cumplir amorosamente. Es la forma de responderle a estos desalmados, porque hay que responderles, pero no como ellos, sino desde el amor”, me dijo sentado en su casa, en cuyas paredes se ven imágenes de Monseñor Romero, el Padre Mugica, el Obispo Angelelli, Evita, los mártires del evangelio, Hebe y el Gauchito Gil, en cuya pintura se lee: “a mí también me mató la policía.”
A diferencia de otros curas, el Padre Paco no se queda quieto, y sabe que “soy poco paciente, es un defecto, lo sé. No les tengo paciencia. Quisiera ser más tranquilo, pero no me sale la resignación, como ese cura”. Finalmente, no pasó la vida en una sacristía. Conoció, viviendo en Paraguay, “la tierra en manos de cuatro tipos, mientras los campesinos no tenían ni un pedacito.” De México, “los chicos en las calles, hechos mierda por las drogas y el trabajo de intentar recuperarlos ayudando a otros curas a armar una ONG para asistirlos. Es muy doloroso”. Y así andaba dando batallas también por otros países: Uruguay, Haití, Colombia, “adonde llegué como enfermero con el grupo francés de Médicos del Mundo y vi el odio de los paramilitares contra los indios y los negros, y tuvimos que hacer la tarea de ayudar a los que eran echados de sus tierras. Nunca voy a olvidar el odio en esas miradas”. Y con eso adentro, atravesó la selva colombiana navegando con los desplazados el río Atrato, (algo más chico que el histórico Magdalena o el potente Cauca, pero igual de caudaloso) llevando palos para reconstruir sus viviendas. Entonces, claro que anda siempre en las partes dolorosas del mundo. Sin ir más lejos, hace dos semanas andaba por la Guinea Ecuatorial.
Un par de miércoles pasados lo vimos empujado por la policía, cubriendo a un jubilado y a punto de ser detenido mientras alguien gritaba que no se llevan al Padre Paco. No sucedió finalmente porque una voz de un policía dijo “a este no que es cura”. El miércoles pasado fue distinto: le partieron la cabeza con un escudo de la policía mientras intentaba cubrir y levantar a una jubilada que había sido arrojada el suelo por la policía. Quienes la defendían eran él y otro jubilado, que fue preso. “Yo debería estar demorado y detenido también, pero el cura tiene coronita. Que me explique la policía o el fiscal por qué mi compañero está demorado y yo no, cuando los dos hicimos lo mismo, intentar levantar a una jubilada que tiraron al piso. Cuando a mi compañero lo agarraban para llevárselo detenido yo me agarré a él, pero yo estoy en libertad y él no”. Así y todo fue al lugar de la detención y se quedó con el jubilado, haciendo honor a sus tres profesiones: enfermero, abogado y cura.
La última vez que lo vi, tenía la cara con sangre y nada de arrepentimiento, porque “mi doctrina me pone donde hace falta. Yo soy cura y mi doctrina es esa, estar con los necesitados, y ante los pobres, de rodillas”. Y ante todo lo que pasa, cargando con lo que pasó durante su vida, instó a otros curas a que el miércoles próximo asistan en masa a la manifestación frente al Congreso: “Que seamos muchos más. Que haya monjas también, que venga algún obispo, para pedir justicia social, como pidió el papa Francisco”.
O sea, mañana, aquí, en la tierra.
Fuente; Página/12 – 13 de mayo de 2025 –