También reabren este miércoles los comercios no esenciales, los teatros y los cines, cerrados desde octubre, así como los museos, siempre dentro de estrictas regulaciones.
Por Eduardo Febbro para Página 12
Desde París. Somos como los pájaros. Buscamos el sol y la libertad. El invierno ocultó el primero y la pandemia nos privó de la segunda. Ahora regresa el lento sol de la primavera y en unas horas parte de la libertad perdida. Francia se abre este 19 de mayo al primer interciso de la era post confinamiento. El toque de queda se atrasa de las 19 hs a las 21 hs, abren las terrazas de los bares y restaurantes, también los comercios no esenciales, los teatros y los cines, cerrados desde octubre, así como los museos, siempre dentro de estrictas regulaciones de distancia y capacidad máxima. Hay una algarabía misteriosa rondando por la ciudad. Una suerte de bienestar colectivo perfuma el clima de la aún incierta primavera. Estamos entre borrascas de lluvia, vientos fuertes y inminencias de sol. París se prepara como si toda la ciudad fuera a festejar los 15 años de una niña que se asoma a la vida real. En los días más duros del invierno y la pandemia ocurrió algo excepcional: el Sena se desbordó, se inundaron los muelles y nevó. Nadie podía bajar a las orillas para caminar y respirar a su antojo al borde de esa franja de agua que divide París en casi dos mundos, dos historias, dos culturas urbanas y sociales. El río fue un espacio de reconciliación entre seres entumecidos por el aislamiento. Pero se llenó de agua y sólo los pájaros se podían posar en las barandas de la orilla disfrutando del escaso sol que, a veces, se filtraba entre las nubes. Hileras e hileras de aves mansas y placenteras gozaban sin la cercana presencia humana. Los parisinos miraban celosos desde arriba aquella reocupación de las orillas del Sena por esos pájaros que disponían de la libertad que nos faltaba. El último reducto de París emancipado de la pandemia estaba ocupado por la naturaleza.
Ahora volvemos a ser pájaros, de alguna manera. Es un vuelo lento, controlado, que se desplegará por etapas hasta julio cuando la mayoría de las restricciones se arropen en el recuerdo siempre y cuando el virus no vuelva a propagarse de nuevo. Un “apenas” que parece un premio millonario. Dos horas más para poder estar afuera y, sobre todo, un espacio al aire libre con las terrazas de bares y restaurantes accesibles. Desaparecerán las largas colas frente a los baños públicos inhóspitos cuyas puertas corredizas se abren solas a cambio de un euro y apenas uno entra se siente que jamás podrá salir de aquel reducto de desodorante y ruidos extraños. Ante la perspectiva del primer pie que traviesa el territorio pandémico la ciudad se ha puesto a trabajar masivamente. Los comercios y las boutiques cerradas redecoran las vidrieras, pintan los muros, renuevan las estanterías. Hasta el más modesto y estrecho cafezucho se matricula con un smoking para la gran jornada del 19 de mayo. Todo limpio, restaurado, reubicado. En París, las veredas son angostas como pequeñas son las mesas de los cafés, cintas finitas y coquetas donde no caben ni dos peatones caminando, ni dos comensales. Esas mesitas se han apropiado de las veredas y el más mínimo espacio tiene la dimensión de un territorio inconcebible. Si cabe una mesa más, cabe une forma modesta y compartida de la felicidad. Y nadie protesta por la incomodad, ni siquiera los vecinos que a duras penas alcanzan a salir de los edificios. Al contrario. Se celebra la ocupación de las veredas por las mesas. París está colonizada por mesas por cuya temporal ocupación se ha librado una batalla de tiempo e influencias. No queda casi ni una mesa libre. Han sido reservadas con semanas de antelación. El dueño del café restaurant Saint Paul, en el distrito 4 de París, dice con cierto pesar: “estoy entre las cuerdas, no hay lugar. O pierdo un amigo o pierdo un cliente”.
Toda la ciudad se arregla para recibir a un invitado plural, que nos pertenece a cada uno y a todos: la libertad. A fuerza de restricciones, cierres, confinamiento, máscaras, distancia y vacunas Francia accede a la primera estación de una humilde libertad. Queda, de bajo y alrededor, el horror de tantos muertos y enfermos, de tantas soledades y distancias, de esa inocultable realidad de un mundo donde residen miles de personas sin techo. Ni trabajo, ni hogar. Persiste, también, el feroz autorretrato del liberalismo, sus contingencias gratuitas, su interminable inhumanidad, sus fútiles y destructoras tentaciones. El vacío de la ciudad silenciosa y paralizada exteriorizó la inutilidad de tanto ruido. Durante el confinamiento, como un marino que resistió a todos los naufragios, un negocio de astronomía permaneció abierto. Está en la Rue de Rivoli y no parecía pertenecer al ramo de comercios “esenciales”. Pero seguía abierto, vendiendo telescopios, larga vistas, libros, mapamundis, mapas del cielo, instrumentos de medición y esas estrellas que se pegan en el techo y brillan de noche para que los niños duerman contemplando el universo del que somos una fugaz memoria. Se llama “La Maison de l’Astronomie” y en la vidriera hay un inmenso cartel que dice: “El mundo de la observación”. La pandemia nos brindó esa ventana astronómica para que el mundo inmediato sea observado en su critica desnudez. Nuestros ojos fueron telescopios para sondear la misteriosa e indolente agitación en la que vivíamos. París regresa este 19 de mayo de 2021 a su autenticidad. La primera de ellas son sus cafés. Más que cualquier otro consumo de objetos o moda, el café, el restaurant, es el puerto más anhelado. Es un puerto para encuentros, intercambios, para compartir y sociabilizar con íntimos y extraños, para renovar el lazo de proximidad con aquellos seres con quienes hablamos casi todos los días y de los que no conocemos el apellido. Es Michel el boxeador, Aquino el portugués pintor de paredes, Alberto, un argentino elegante y pedantón, Martine, la costurera, François, el abogado pesadumbroso, Claire, la chica del barrio que busca trabajo y a la que, ante la demanda de reservaciones, un restaurant de la Rue Saint-Antoine le ofreció un mes de trabajo. Allí iremos todos a reencontramos como navegantes extraviados que regresan a casa. Iremos llenos de amor y de relatos. Quiera nuestra mutante condición humana que también conservemos intacta la memoria de este poco más de un año entre cuatro muros para que ya, hoy, en el café, empecemos a pactar cómo vamos a cambiar el mundo observado.