Desde hace 24 días, en la ciudad de 25 de mayo, Enrique y Stella Maris no hacen más que esperar a que su hijo vuelva; afirman que al joven se lo llevó la Gendarmería
La casa de los Maldonado en el Barrio Obrero tiene mucho olor a hogar. Plantas cuidadas en la entrada, cuadritos pintados a mano, cortinas de cuento en las ventanas. Se nota la mano de la madre bordando detalles en cada lugar. Pero allí el tiempo está detenido. Desde hace 24 días, Stella Maris Peloso y Enrique Maldonado, los padres de Santiago, no hacen otra cosa que esperar a que su hijo vuelva. “Yo no puedo ver la cara de mi hijo en una bandera, en un mural. Que aparezca. Eso es lo que quiero. ¿Dónde está? ¿Qué le hicieron? Lo estamos esperando”, sintetiza Enrique.
En la casa de al lado viven Germán, el segundo hijo de la familia, y Laura, su mujer. Él tiene 38 años y es profesor de historia. Junto con Sergio, el hijo mayor, que vive en Bariloche y que tiene 50 años, son quienes se pusieron al hombro la búsqueda del hermano menor. Son los que hablan con abogados, jueces y organizaciones de derechos humanos, y mueven cielo y tierra para que la cara de Santiago se convierta en una bandera. En un reclamo que trascienda las fronteras. Ellos son combativos. Militan la búsqueda de su hermano. No dejan ver debilidades ni bajan la guardia.
El mural que pintó Santiago Maldonado
A los padres, en cambio, la ausencia de Santiago los dejó frágiles y vulnerables. En el barrio, Enrique es Quique. Trabajó toda su vida en el área de Vialidad de la Municipalidad de 25 de Mayo. Ahora está jubilado. “Estamos muy mal. Acá, esperándolo a Santiago”, dice como primera frase cuando se presenta. Alcanzó con mencionar el nombre de su hijo para que las lágrimas le llenen los ojos. Unos minutos después, mientras intenta explicar cómo están viviendo estos días, lo invade una congoja que lo hace parecer un chico. Acepta el abrazo. Y allí, en la puerta de su casa, rodeado de las plantas de Stella, llora. Sin parar. Después se recompone y se disculpa por la explosión de emociones. Desde el día que falta Santiago es un hombre sobrepasado.

Hace cuatro días, aceptaron que les tomaran muestras de sangre y saliva para cotejar con el ADN de la sangre y pelos hallados en una camioneta de la Gendarmería. “Nunca dijimos que no. No nos lo habían pedido antes. Nos dijeron que vamos a tener que ir a Mercedes. Claro, ¿cómo no vamos a ir? Lo que queremos es encontrarlo”, dice Enrique.
Stella Maris se asoma por la puerta para ver quién es. Tiene los mismos ojos verdes de Santiago. Se suma a la charla con alguna desconfianza pero enseguida abre su corazón de una madre que espera. “Lo estamos esperando. Quedamos en que venía para acá. Íbamos a festejar su cumpleaños en familia”, dice. Stella no baja los brazos. Aunque la ausencia de su hijo menor la parte en dos, ella está convencida de que Santiago vive. “Me preocupa que esté bien. Que coma bien”, dice. En el barrio ella es Stelita. Trabajó por 29 años como encargada en la escuela 25 de Mayo, a dos cuadras de su casa, a donde fue Santiago hasta tercer grado. Después, lo cambiaron a la escuela Normal, donde terminó la secundaria.

Pendientes de la televisión

En la casa de los Maldonado, la televisión está siempre encendida. El comedor, que en otra época era el lugar en el que Santiago tatuaba a sus amigos y clientes, hoy es el centro de operaciones. Los vecinos van y vienen y les hacen compañía a los padres mientras consumen con fruición cada noticia que arroja la televisión sobre su hijo. No vinieron funcionarios nacionales ni judiciales. Tampoco políticos. Sólo vecinos y amigos. Los padres esperan allí en la mayor soledad. Enrique tiene la presión por el piso. Stella no se queda un minuto quieta. Viven pendientes de la televisión. Con la piel galvanizada. Con el pálpito de que en cualquier momento Santiago va a aparecer. De la mejor o la peor manera.

Los hijos mayores de Stella se encargaron de armar una página web en la que publican las novedades del caso. Cada día suben un comunicado y tienen una sección de “falsas noticias”, donde desmienten versiones que circulan en los medios y en las redes sociales y que denuncian como “operaciones políticas o de los medios”.
“Cada noticia es un suplicio. Ayer [por el miércoles] dijeron que habían encontrado un cuerpo. Estuvimos pendientes toda la tarde, con el corazón en la boca”, dice Stella. “Igual, lo que más cuesta es la noche”, dice Enrique. Y los dos se vuelven a desbordar. “Porque en el día uno está entretenido, viene gente. Pero a la noche, acostado boca arriba, la cabeza no para. No dormimos. Esperamos que amanezca para dejar de pensar”, dice el padre.

La última vez que Stella habló con Santiago fue unas horas antes de que se fuera al corte de la ruta 40, a la altura de la Estancia Leleque, en Chubut. Le dijo que se iba a despedir de un amigo suyo, de la comunidad mapuche y que a la vuelta se tomaba el colectivo para ir a casa. A 25 de Mayo. “¿Vos me podés ir a buscar?”, le dijo a la madre. “Sí, claro. Te busco. Por supuesto”, dijo Stella. Santiago se tomaría el colectivo que iba a Bragado y se bajaría en la ruta. La madre lo iba a buscar allí. Pero antes de que la llamara para avisar que estaba llegando, al celular de la madre llegó el mensaje de un amigo de Santiago que le avisaba que su hijo se lo había llevado la Gendarmería en el corte.

Stella empezó a llamarlo al celular, con la esperanza de que la atendiera. De que fuera mentira. Pero no la atendió nadie. Después supo que había dejado el teléfono en la Biblioteca en la que estaba viviendo, en El Bolsón. “Siempre hacía eso de dejar el celular. Me decía: yo te llamo cuando vuelvo porque tengo miedo de perder el celular por ahí”, cuenta Stella.
El mural en honor a Santiago Maldonado

Stella y Santiago tienen una relación muy cercana. Él es el más chico, el mimado. Tienen una complicidad especial. Hablaron por teléfono varias veces esa semana. Él le hacía sonar el celular y ella lo llamaba para que él no gastara.

Santiago cumplió años seis días antes de desaparecer. Stella lo llamó y hablaron un rato. Le dijo que tenía ganas de verlo. Habían pasado ocho meses desde la última vez que vino al pueblo. Fue en enero, después de un viaje que hizo por Entre Ríos y Misiones. Entonces volvió. Estuvo para las fiestas y se quedó hasta los primeros días de enero. Quería ir a Chile. Recorrerlo todo. Y se fue. Estuvo cinco meses. Y en el último tiempo, trabajó para una casa de tatuajes. Por eso tenía un celular chileno. Lo llamaban cuando tenía un trabajo y él iba para allá. Ese es el teléfono al que lo llamó al día siguiente su amigo, Ariel Garzi, para saber de él. Ese es el teléfono que se dice que se activó en Chile, aunque en realidad es un celular chileno. Garzi declaró que cuando lo llamó, alguien atendió sin contestar y que la comunicación se sostuvo por 22 segundos hasta que le cortaron. Que escuchó pasos. El joven declaró en la causa y le dieron protección como testigo. Hasta que, según denuncia el propio Garzi, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich dio a conocer públicamente su nombre.

Fuentes oficiales, sin embargo, dijeron que no hay ningún testigo en el programa de protección de testigos e imputados.

Un mochilero

Santiago siempre volvía a su casa para la fecha de su cumplea?os.
Santiago siempre volvía a su casa para la fecha de su cumplea?os.. Foto: Archivo
En abril, volvió de Chile y se fue para El Bolsón, donde estuvo tres meses, hasta el día de su desaparición. No importaba cuán lejos estuviera. Santiago siempre volvía a su casa para la fecha de su cumpleaños. O los días siguientes. Se quedaba unos tres meses en la casa en la que viven sus padres, donde tiene su cuarto y sus cosas. Esa era la base. Allí volvía y se rearmaba para un próximo viaje. “Hace un año, salió con un amigo en bicicleta. Cruzaron todo el ancho del país y se quedaron en Mendoza unos meses”, cuenta la madre.

“Santiago es un mochilero. Lo que a él le gusta es viajar. No se queda mucho en ningún lugar, porque él es así. Desde chiquito siempre fue muy solidario”, dice Enrique.

“A él siempre le preocupa el otro. Cuando era adolescente, yo servía la cena y él agarraba su plato y se iba a llevárselo a un chico del barrio que comía salteado. Primero el otro. Recién cuando volvía se sentaba y comía él”, cuenta la madre.

Santiago dejó 25 de Mayo cuando cumplió los 18 años. Se fue a vivir a La Plata, donde empezó a estudiar Bellas Artes. Allí conoció mucha gente, cuenta la madre y esos ideales anarquistas que había adoptado en la adolescencia tomaron una nueva forma. “Pero él nunca tuvo militancia política. Porque descree de la política. Él tiene compromiso social. Se hace amigo de todo el mundo y apoya las causas que le parecen justas. Por eso estaba en el corte. Porque estaba con sus amigos, los chicos mapuches”, dice Stella.

Los padres están convencidos de que su hijo no forma parte de Resistencia Ancestral Mapuche. “Es amigo de todos, pero no es de RAM. No sé qué habrán hecho ellos, si son forajidos como dicen. Pero Santiago no es de ellos”, asegurá el padre.

Cuando se les pregunta si es posible que Santiago esté en otra parte, que se haya ido por sus medios, los padres no tienen dudas. “Si él estuviera en Entre Ríos o en otra parte como decían algunos medios, ¿no iba a venir a vernos? ¿Nos iba a dejar sufriendo así? Eso es imposible”, dice Enrique.

“A Santiago se lo llevó la Gendarmería. Se lo llevaron sólo porque estaba ahí. Porque había ido a despedirse a un amigo. Lo que nosotros queremos es que nos digan dónde está. Que aparezca. Porque nosotros no podemos más. Estas cosas no pueden pasar”, agrega Stella.

Fuente: lanacion.com.ar

 

By fralo

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