Fuente: ecoosfera.com
El reconocido lingüista Noam Chomsky sugiere que el viraje a la derecha de los gobiernos obedece a presiones insostenibles del libre mercado.
Noam Chosmky es, sin duda alguna, el lingüista vivo más importante de la actualidad. En más de medio siglo trabajando en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (de donde recientemente se mudó hacia la Universidad de Arizona), Chomsky ha analizado los nexos entre el poder del Estado y las resistencias populares en distintos lugares del mundo. Puede decirse que ninguna lucha por la emancipación y la libertad le es ajena.
En el contexto actual inundado de fake news, con niveles históricos de desigualdad entre clases sociales, y frente a un desolador panorama ecológico, las ideas de Chomsky son más relevantes que nunca para entender a qué futuro nos enfrentamos.
Más extraño que la ficción
Para Chomsky, esta situación ha dejado muy atrás las previsiones del novelista distópico George Orwell quien, en su afamado libro 1984, propone una visión del futuro dominada por un gobierno centralizado, donde los ciudadanos viven a merced de la vigilancia del Gran Hermano. La realidad actual es aún más aterradora. En una entrevista reciente, Chomsky afirmó que:
Hasta Orwell estaría asombrado. Vivimos la ficción de que el mercado es maravilloso porque nos dicen que está compuesto por consumidores informados que adoptan decisiones racionales. Pero basta con poner la televisión y ver los anuncios: ¿buscan informar al consumidor y que tome decisiones racionales? ¿o buscan engañar?
Y es que la utopía del libre mercado no es tan libre como su nombre lo indica. Las motivaciones que nos llevan a adquirir productos o servicios no sólo no son racionales, sino que van en contra de la racionalidad misma. Esto no es un error del consumidor, sino de las reglas mismas del juego: no queremos el producto por sus características, por su utilidad práctica, ni siquiera por su precio; lo queremos porque cada decisión de compra es una forma de obediencia.
Así, en lugar de comprar un auto que cumpla con nuestros gustos o necesidades, el mercado nos ofrece “un coche volando, pilotado por un actor famoso. Tratan de socavar al mercado. Los negocios no quieren mercados libres, quieren mercados cautivos. De otro modo, colapsarían”.
Vale la pena enfatizar que el estado actual de cosas no es una anomalía, pero tampoco una “conspiración”. Se trata de un sistema sumamente regulado donde quienes poseen los mayores capitales tienen el privilegio de cometer errores y salir bien librados por la intervención del Estado, mientras los pequeños deudores y los pobres en general obtienen migajas, si acaso.
De esta forma, se dice que vivimos en la era del libre mercado, pero no para todos. Según Chomsky, “el mercado libre es para ellos”, los ricos, “no para nosotros. Esa es la historia del capitalismo”.
Un malestar global
Ese doble estándar es el que complica una verdadera aplicación de justicia. Los crímenes de los ricos ponen en riesgo la estabilidad financiera de los países, por lo que, si se les juzgara adecuadamente, el sistema entero correría el riesgo de un colapso.
Los principios del libre mercado son estupendos para aplicárselos a los pobres, pero a los muy ricos se los protege. Las grandes industrias energéticas reciben subvenciones de cientos de millones de dólares, la economía high-tech se beneficia de las investigaciones públicas de décadas anteriores, las entidades financieras logran ayudas masivas tras hundirse… Todos ellos viven con un seguro: se les considera demasiado grandes para caer y se los rescata si tienen problemas. Al final, los impuestos sirven para subvencionar a estas entidades y con ellas a los ricos y poderosos.
Sin embargo, darle la espalda al Estado o caer en la tentación revolucionaria tampoco es una opción para Chomsky: “Pero además se le dice a la población que el Estado es el problema y se reduce su campo de acción. ¿Y qué ocurre? Su espacio es ocupado por el poder privado y la tiranía de las grandes entidades resulta cada vez mayor”.
¿Una era posideológica?
La (falsa) dicotomía derecha-izquierda en el espectro político es irrelevante cuando el verdadero poder se encuentra alineado a los intereses del capital. El surgimiento de gobiernos de extrema derecha como el de Donald Trump en Estados Unidos o el de Jair Bolsonaro en Brasil no debe entenderse solamente como un viraje a la derecha de la población en general, sino como un reajuste estructural de las élites, en el que las carencias de la mayoría se convierten nuevamente en botines políticos.
En la élite del espectro político sí que se ha registrado ese corrimiento [hacia la derecha]; pero no en la población general. Desde los años 80 se vive una ruptura entre lo que la gente desea y las políticas públicas. Es fácil verlo en el caso de los impuestos. Las encuestas muestran que la mayoría quiere impuestos más altos para los ricos. Pero esto nunca se lleva a cabo. Frente a esto se ha promovido la idea de que reducir impuestos trae ventajas para todos y que el Estado es el enemigo.
Los discursos nacionalistas, xenófobos y misóginos que personajes como Trump y Bolsonaro promueven como eslóganes de campaña, en realidad funcionan para mantener este estado ficticio de libertad: si el enemigo es el Estado, los fascistas de cualquier espectro político prometen devolver el poder al pueblo mediante la adecuación de ciertas políticas basadas en los prejuicios y la ignorancia de la gente (relegando o negando los derechos de las minorías raciales, las disidencias sexuales, los migrantes y los subordinados en general), a la vez que mantienen intacto el poder real, es decir, el poder económico.
¿Cuáles son las soluciones? Por principio, desconfiar de los facilismos y buscar formas de organización social que garanticen un Estado donde los principios de impartición de justicia no queden sujetos a los vuelcos económicos. Un punto de partida es seguir leyendo a Chomsky, por ejemplo en Malestar global, publicado por Sexto Piso.