El juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos analiza el fallo de la Corte Suprema de Justicia. “Este argumento mezcla todo y, en este guisado lo que mezcla es el derecho internacional con el nacional”.
Por Raúl Zaffaroni*
Alguien dijo que para ser buen filósofo es necesario no perder la capacidad de asombro. Creo que nuestro país puede ofrecer un taller permanente para candidatos de filósofos de todo el mundo. La sentencia de la Corte es un importante ejercicio en este sentido. Revierte una jurisprudencia que nos había llevado a ser modelo ante todos los países de la región y, por ende, altamente respetados en el mundo. Nos citaban con frecuencia los tribunales internacionales.
Con toda sinceridad, tampoco era muy original lo que habíamos hecho: simplemente, declaramos que éramos parte del Estado y que, como tal, debíamos acatar las decisiones de los tribunales internacionales cuyo incumplimiento acarrearía sanciones al Estado Argentino. Por cierto, tampoco habíamos inventado la pólvora.
Ahora la Corte Suprema afirma que no puede cumplir con las decisiones de las jurisdicciones internacionales, porque si tuviese que hace cesar los efectos de una de sus propias sentencias, estaría concediendo al tribunal internacional la condición de una cuarta instancia.
En verdad, este argumento mezcla todo y, en este guisado (o desaguisado) lo que mezcla es el derecho internacional con el nacional. Más allá del caso concreto, en el que por mandato legal no intervengo, no puedo pasar por alto que el Poder Ejecutivo está invitando a los órganos del sistema interamericano a que sesionen en la Argentina y, al mismo tiempo, su Corte Suprema se declara independiente del Estado. No creo que como manejo diplomático sea el mejor.
Hablando con claridad, lo cierto es que la Corte Interamericana nunca revoca sentencias de Cortes nacionales ni podría hacerlo. El problema es otro: quien viola Derechos Humanos es siempre un Estado y quien comparece ante la CorteIDH es, por ende, un Estado (y ante la realidad del mundo, porque los individuos pueden cometer delitos, crímenes, pero no violaciones de Derechos Humanos, pues los únicos sujetos activos de estas violaciones son los Estados).
En la mayoría de los casos que trata la CorteIDH, no son sentencias los hechos violatorios de Derechos Humanos, de modo que esto sólo tiene lugar en algunos casos. Respecto de estos casos en que el acto violatorio es una sentencia, acudamos a un ejemplo bien aberrante para que quede claro cuál es la competencia y decisión de la CorteIDH.
Supongamos que en un Estado parte un señor ejerza una acción de habeas corpus porque lo están sometiendo a esclavitud, y que al final la Corte de ese país decida que no tiene derecho de habeas corpus porque está muy bien y es constitucional que el señor sea esclavo. Esto pasó en Estados Unidos y precipitó la guerra de secesión. Pero, bueno, ahora los tiempos son diferentes a hace 150 años –y también a los 100 años, cuando escribía Don Joaquín-, y el señor, un poco molesto con la decisión de la Corte de su país acude al sistema interamericano y llega a la CorteIDH. Esta decide que se debe liberar de inmediato al señor e indemnizarlo, lo que a todos nos parece correcto. Es decir, la CorteIDH condena al Estado respectivo como violador de Derechos Humanos. El Estado deberá resolver el problema y hacerle perder eficacia a la sentencia de su Corte nacional, pues de lo contrario, no cumple con la sentencia de la CorteIDH e incurre en una sanción internacional.
Cómo lo haga el Estado nacional respectivo no es una cuestión de derecho internacional, sino de derecho interno que el Estado debe resolver. No puede alegar que su Constitución o sus leyes no le permiten resolver la cuestión, porque esa alegación no es válida para el derecho internacional. No puede decir como mi Corte Suprema es suprema e independiente, no puedo hacer nada y el señor sigue siendo esclavo.
Es una cuestión que debe resolver el Estado y, por ende, todo su gobierno, sea ejecutivo, legislativo y judicial, y no una rama cualquiera. El Ministerio de Relaciones Exteriores, que es el que por lo general representa al Estado no puede usar un argumento de esta naturaleza: mi Corte no me hace caso, es independiente. Sí, se le responderá, de los otros poderes del Estado, pero no del Estado mismo y, guste o no, es parte del Estado, de modo que si no asume su rol, usted Estado será culpable. (Es claro que los Poderes del Estado pueden no ser independientes de Clarín, pero ese es otro problema).
No se trata de revocar ninguna sentencia. Se trata de que el Poder Judicial, como parte del Estado, haga perder eficacia a la sentencia en la forma y con el nombre que quiera dársele dentro de cada derecho interno nacional, para evitar que el Estado sea sancionado internacionalmente.
Una sentencia se revoca con un recurso de apelación y se anula con uno de nulidad, pero aquí no hay ni se exige ninguna apelación, nulidad ni revocación, sino simplemente que se hagan cesar los efectos de la sentencia, con el nombre que quiera dársele en el derecho nacional respectivo y por la vía que este mismo derecho establezca o creen sus jueces pretorianamente.
Y no me digan los jueces argentinos que no lo pueden hacer pretorianamente, porque la Corte Suprema desde hace casi 120 años se ha atribuido pretorianamente (por decisión propia) convertirse en la última instancia de todos los procesos de todas las materias de toda la República cuando tenga ganas.
Si la Corte de un país dice: la sentencia de la CorteIDH es obligatoria para el Estado, pero en cuanto a mi sentencia no lo es, porque soy la máxima autoridad judicial de la República y nadie puede estar por sobre mí, se independiza del Estado, se desentiende de las obligaciones y deberes del Estado frente a la comunidad internacional y, en definitiva, inaugura una república judicial propia, en la cual, el señor del ejemplo seguirá siento esclavo y nadie le podrá resolver su problema.
Quede claro: la CorteIDH no revoca ni anula ni revisa sentencias de ninguna Corte nacional. Cuando un Estado viola un Derecho Humano, le manda hacer cesar la violación, sin importar si ésta es obra del Ejecutivo, del Legislativo o del Judicial o de una provincia. El Estado sabrá cómo hacer cesar la conducta o la situación violatoria de Derechos Humanos, en eso es absolutamente soberano, por supuesto, pero lo debe hacer, porque se ha comprometido internacionalmente a hacerlo, y no puede alegar obstáculos constitucionales ni legales internos en los estrados internacionales. No puede decir, sí, he firmado, mi Congreso ha ratificado mi firma, pero ahora me doy cuenta de que firmé lo que no puedo cumplir porque mi Corte se declaró independiente de mí.
Por eso la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema, sin ser espectacularmente creativa, era modestamente acertada: la Corte era parte del Estado y hacía lo suyo para que éste no fuese sancionado en función del derecho internacional. Lamentablemente, acaba de declararse la emancipación de la Corte Suprema respecto del Estado Argentino. Es una pena.
Pero no debe extrañarnos en este taller del asombro filosófico, cuando aún nuestra sociedad no se ha dado cuenta del todo de que se nos está cayendo a pedazos el Estado, vamos siendo una sociedad que pierde la conducción del Estado, se autonomizan poderes fácticos, engranajes, corporaciones y, cada cual hace lo que le parece o lo que es funcional a sus intereses o avidez de poder y dinero. Esto no es más que otro paso en ese desmoronamiento, en la rápida pérdida de prestigio internacional, en el desbaratamiento de nuestra soberanía, en la pretensión de construir una sociedad excluyente. Tendremos que despertar y repensar el Estado, nuestro Estado, argentino, latinoamericano, soberano, justo.
* Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y ex juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación
Fuente: www.agenciapacourondo.com.ar